sábado, 29 de setembro de 2007

José Lezama Lima, Último viaje del peregrino inmóvil


El escritor cubano se hizo famoso en 1966 con Paradiso, una novela celebrada hasta por quienes estaban en sus antípodas estéticas. Esta evocación del final de su vida lo muestra como un coloso rabelesiano, cautivo del asma, la gula y el estilo gongorino de sus frases

Por Tomás Eloy Martínez
Para LA NACION Buenos Aires

A mediados de abril de 1968, cuando lo conocí en La Habana, no había escritor más parecido a la eternidad que José Lezama Lima. Julio Cortázar solía repetir "Lezama vaut le voyage ", la misma frase con que Drieu La Rochelle había anunciado el descubrimiento de Borges en 1932. Y Severo Sarduy, otro cubano tan luminoso entonces como postergado ahora, iniciaba a sus amigos de París en el culto del gran Lezama, recitándoles en los cafés de la rue Bonaparte fragmentos de "Telón lento para arias breves", un poema inédito que circulaba en volantes mimeografiados.

Lo que había hecho famoso a Lezama, sin embargo, no eran sus poemas, barrocos e intrincados como los de Góngora, sino una novela monumental, Paradiso , cuya primera edición había sido retirada de las librerías habaneras por las alarmas que causaban las demasías homosexuales de su capítulo octavo. Fidel Castro en persona debió levantar la sanción para aplacar el coro internacional de protestas. Ya no quedaba un solo ejemplar cuando llegué para entrevistar al autor legendario después de un viaje de treinta horas desde Buenos Aires. José Bianco me había entregado ampollas de Dyspne-Inhal, de las que se valía el poeta para aplacar su asma incesante. Y Gabriel García Márquez, al que vi de paso en Barcelona, me advirtió que podía quedar enredado para siempre en las lianas de un lenguaje sin pies ni cabeza. Ese invierno, García Márquez había estado ayudando a Enrico Cicogna en la traducción al italiano de Paradiso y tuvo que abandonar la empresa cuando quedó varado en una frase que cambiaba de género y de número varias veces en el breve curso de diez líneas.

Lezama era tan imponente como su novela. En 1968 medía un metro noventa, pesaba 130 kilos y adolecía de un hambre perpetua, que nada saciaba. Dos días antes de mi partida, me citó a la hora del almuerzo en el Floridita, el célebre café frecuentado por Hemingway. Disfrutó, con un placer que nunca he vuelto a ver en nadie, de un menú que comenzaba con una sopa de brevas tibias, seguía con una pierna de cerdo trufada, puré de castañas, langostas con salsa de manteca negra, natilla con frutos del bosque, helados de chocomenta, más un misterioso café a la diabla del que solo Lezama conocía el secreto. Nunca supe de dónde salieron aquellos manjares en la Cuba racionada de aquel entonces, y el dueño nos advirtió desde el principio que la cuenta saldría cara. Fue así. Dejé en el Floridita todo el dinero que llevaba para el viaje y viví de prestado hasta que tomé el avión que me llevó de regreso a Buenos Aires, luego de una escala obligatoria en Madrid.

Virgilio Piñera, el gran cuentista cubano que era también amigo de Pepe Bianco, me dijo que el banquete de aquel mediodía no era una excepción en los hábitos desmesurados de Lezama. Se alimentaba con el mismo entusiasmo a la mañana y a la noche, sin contar el "desayuno tardío" con tortas de chocolate y pasteles de crema que tomaba a las cinco de la tarde. "En los últimos cinco años ha engordado", contó Piñera. "Pero cuando los médicos le aconsejan que se cuide, se indigna. Nadie le ha dicho gordo en la cara. ...l se considera un gourmet , para quien la calidad de las comidas es inseparable de la cantidad."

Lezama Lima era famoso en el mundo entero pero seguía resistiéndose a salir de Cuba. Solo había estado fuera de la isla una vez, en 1951, cuando exploró durante una semana la bahía de Montego, en Jamaica. En 1968 vivía pendiente de una invitación italiana que no llegaba, soñaba con caminar por Saint-Germain en París y comer una morcilla con nueces en la Plaza Real de Madrid. Temía, sin embargo, que si se iba no lo dejarían volver. Imaginaba que poner un pie fuera del mar Caribe equivalía a la muerte para alguien que, como él, ocupaba tanto espacio. Sus vecinos de la calle Trocadero 162, donde había vivido durante más de treinta años -y seguiría viviendo hasta morir- lo llamaban el peregrino inmóvil . A Lezama le encantaba la metáfora porque, en verdad, viajaba con la imaginación a todas partes.

"Estar en un avión no es viajar", me dijo. "Lo único que se puede hacer durante la travesía es caminar de proa a popa. El viaje verdadero es un paseo del deseoso. Goethe y Proust, hombres de inabarcable diversidad, no viajaron casi nunca. La imago fue su navío. Soy como ellos. No viajo. Por eso, resucito."

Durante los tres días que pasé conversando con él no le oí una sola frase lisa y llana, de esas que impregnan el aire de las calles. Se quejaba, por ejemplo, de que a su edad no tenía derecho sino a un cuarto litro de leche al día. Para completar el litro debía apropiarse de la ración de su criada Baldomera. "Mi naturaleza humana se nutre de los inocentes que tienen ya un pie en el Hades", me dijo. "En este país fogoso solo hay leche para los mayores de setenta y los menores de siete; cifras cabalísticas, enigmas deuteronómicos. Yo, como viejo de 58, salgo a roer la leche ajena, cual sierpe gongorina." Así hablaba Lezama. Alargaba las vocales, enrulándolas: su acento era intraducible, gongoriiinooo . García Márquez tenía razón: le brotaban lianas de la garganta y, sin advertirlo, cualquiera se perdía en esa selva verbal.

La imaginación de Lezama empezaba en la puerta de su casa de la calle Trocadero. Dos columnas torneadas flanqueaban la entrada de hierro y vidrio. A un lado y otro, sendos balcones se inclinaban sobre la vereda. Detrás del zaguán, en armarios cuyas vitrinas atraían un polvo insistente, Lezama exhibía sus tesoros: figurillas japonesas, dracmas griegos, distracciones de anticuarios. A un guerrero de jade que no medía más de un palmo, el poeta le asignaba cinco siglos. "Fue una ofrenda desechada por el shogun Yoshimasa en las postrimerías de la guerra de Onin", se enorgulleció. No le creí. Esa tarde, sin embargo, Virgilio Piñera confirmó que Lezama no exageraba: "Lo que te mostró no es de jade ni es tampoco un guerrero", dijo. "Es una de esas figuras que se vendían antes en los mercados, en la época de Batista. Los datos que te dio Lezama son falsos pero tienen asidero en la historia. Entre 1467 y 1476 hubo una guerra civil en Kyoto, conocida como la guerra de Onin. El árbitro de los combatientes era un shogun , Ashikaga Yoshimasa."

Resurrección y viaje

Lezama era católico, creía en la resurrección de la carne. Pero en La Habana oficialmente atea de 1968 no se atrevía a decirlo en alta voz. Fue bautizado la Navidad de 1910 con los nombres de José María Andrés Fernando, a los cinco días de nacer. Se casó a los 54 años con María Luisa Bautista en la iglesia del Espíritu Santo, rodeado de morados y de encajes episcopales. "Me uní a ella", le escribió a su hermana Eloísa, exiliada en Miami, "por mandato de mamá, para enfrentarme a la soledad que me anegó después de su muerte".

Cuando lo vi en La Habana de 1969 suponía que en el más allá los muertos navegaban por largos mares de dicha: una felicidad interminable por cada breve pena. La resurrección era completa en el paraíso, como quería san Pablo. "Resucitaremos", me dijo Lezama, "con las vísceras, huesos y dientes perdidos en el camino". El cuerpo, enunciado por él, parecía un recodo del infinito: los hueesos , las arteriaas , los oojos .

Tenía razón el poeta. No necesitaba viajar, porque su vida fue siempre un ida y vuelta de la madre, Rosa Lima y Rosado, a la que tributaba devoción, sumisión, paciencia. Doña Rosa había muerto en 1965, tres años antes de mi llegada a La Habana, pero parecía no haberse ido de la casa. El poeta hablaba de ella en tiempo presente y, de a ratos, la reprendía por vivir tan pendiente del padre. "Le repito que deje de esperarlo a la hora de la comida", me dijo. "Pero no se equivoca cuando lo espera. Deja la silla libre para que él se siente y, cuando lo oímos llegar, conversamos con Padre como en los mitos pitagóricos. Siempre sentimos ella y yo el latido de su ausencia. Ahora los latidos son dos."

El padre, José María Lezama y Rodda, coronel de artillería, murió de una gripe arrolladora en 1919, cuando el poeta tenía 9 años. Desde entonces, los hijos y la madre lo invocaron de las maneras más raras. "Una tarde -contó Lezama- mi madre nos puso a jugar a los yaquis, a mí, el varón único, y a mis dos hermanas." Los yaquis es un juego infantil que consiste en levantar pequeñas crucetas del suelo al compás de una pelota, y en irlas desparramando sobre el piso. "Esa tarde, las crucetas formaron al caer un dibujo que era la cara de nuestro padre. ¿Ves, Joseíto?, me dijo mamá. Tu padre, el coronel está ordenando que cuentes la historia de la familia. Tú tienes que, tú vas a, tú debes. Así era ella, un nido de órdenes tiernas." Las amarguras aparecen, disimuladas, en el poema de 1942 que Lezama tituló "Llamado del deseoso": Deseoso es aquel que huye de su madre,/ Despedirse es cultivar un rocío para unirlo en la secularidad de la saliva./ La hondura del deseo no va por el secuestro del fruto./ Deseoso es dejar de ver a su madre . Lo que me dijo en 1968 tenía, en cambio, el acento de una elegía: "Ella es lo invisible que continúa trabajando sobre mí. Todo lo que hago le está dedicado. Su acento me acompaña en las noches cuando me duermo. Al despertar en las mañanas, oigo su voz de criolla fina que repite: Escribe, Joseíto, no dejes de escribir".

Cumplió al pie de la letra todos los mandatos familiares. Se doctoró en Derecho Civil a fines de 1939, abrió un bufete en el que nunca trabajó, fundó revistas que se volverían mitológicas como Verbum (1937), Espuela de Plata (1939-41) y la ejemplar Orígenes (1944-57), que despertaría la admiración de Victoria Ocampo. De esos días le quedaron pocos rastros: un diploma amarillo de abogado en el fondo de la casa, ejemplares viejos de revistas que volaban por el patio "abrigándonos -como el poeta dijo- con su aroma a trigo fresco, a luz de tinta, a saludo de la mañana".A mediados de abril de 1968, cuando lo conocí en La Habana, no había escritor más parecido a la eternidad que José Lezama Lima. Julio Cortázar solía repetir "Lezama vaut le voyage", la misma frase con que Drieu La Rochelle había anunciado el descubrimiento de Borges en 1932. Y Severo Sarduy, otro cubano tan luminoso entonces como postergado ahora, iniciaba a sus amigos de París en el culto del gran Lezama, recitándoles en los cafés de la rue Bonaparte fragmentos de "Telón lento para arias breves", un poema inédito que circulaba en volantes mimeografiados.

Lo que había hecho famoso a Lezama, sin embargo, no eran sus poemas, barrocos e intrincados como los de Góngora, sino una novela monumental, Paradiso, cuya primera edición había sido retirada de las librerías habaneras por las alarmas que causaban las demasías homosexuales de su capítulo octavo. Fidel Castro en persona debió levantar la sanción para aplacar el coro internacional de protestas. Ya no quedaba un solo ejemplar cuando llegué para entrevistar al autor legendario después de un viaje de treinta horas desde Buenos Aires. José Bianco me había entregado ampollas de Dyspne-Inhal, de las que se valía el poeta para aplacar su asma incesante. Y Gabriel García Márquez, al que vi de paso en Barcelona, me advirtió que podía quedar enredado para siempre en las lianas de un lenguaje sin pies ni cabeza. Ese invierno, García Márquez había estado ayudando a Enrico Cicogna en la traducción al italiano de Paradiso y tuvo que abandonar la empresa cuando quedó varado en una frase que cambiaba de género y de número varias veces en el breve curso de diez líneas.

Lezama era tan imponente como su novela. En 1968 medía un metro noventa, pesaba 130 kilos y adolecía de un hambre perpetua, que nada saciaba. Dos días antes de mi partida me citó a la hora del almuerzo en el Floridita, el célebre café frecuentado por Hemingway. Disfrutó, con un placer que nunca he vuelto a ver en nadie, de un menú que comenzaba con una sopa de brevas tibias, seguía con una pierna de cerdo trufada, puré de castañas, langostas con salsa de manteca negra, natilla con frutos del bosque, helados de chocomenta, más un misterioso café a la diabla del que sólo Lezama conocía el secreto. Nunca supe de dónde salieron aquellos manjares en la Cuba racionada de aquel entonces, y el dueño nos advirtió desde el principio que la cuenta saldría cara. Fue así. Dejé en el Floridita todo el dinero que llevaba para el viaje y viví de prestado hasta que tomé el avión que me llevó de regreso a Buenos Aires, luego de una escala obligatoria en Madrid.

Virgilio Piñera, el gran cuentista cubano que era también amigo de Pepe Bianco, me dijo que el banquete de aquel mediodía no era una excepción en los hábitos desmesurados de Lezama. Se alimentaba con el mismo entusiasmo a la mañana y a la noche, sin contar el "desayuno tardío" con tortas de chocolate y pasteles de crema que tomaba a las cinco de la tarde. "En los últimos cinco años ha engordado", contó Piñera. "Pero cuando los médicos le aconsejan que se cuide, se indigna. Nadie le ha dicho gordo en la cara. ...l se considera un gourmet, para quien la calidad de las comidas es inseparable de la cantidad".

Lezama Lima era famoso en el mundo entero pero seguía resistiéndose a salir de Cuba. Sólo había estado fuera de la isla una vez, en 1951, cuando exploró durante una semana la bahía de Montego, en Jamaica. En 1968 vivía pendiente de una invitación italiana que no llegaba, soñaba con caminar por Saint-Germain en París y comer una morcilla con nueces en la Plaza Real de Madrid. Temía, sin embargo, que si se iba no lo dejarían volver. Imaginaba que poner un pie fuera del mar Caribe equivalía a la muerte para alguien que, como él, ocupaba tanto espacio. Sus vecinos de la calle Trocadero 162, donde había vivido durante más de treinta años -y seguiría viviendo hasta morir- lo llamaban el peregrino inmóvil. A Lezama le encantaba la metáfora porque, en verdad, viajaba con la imaginación a todas partes.

"Estar en un avión no es viajar", me dijo. "Lo único que se puede hacer durante la travesía es caminar de proa a popa. El viaje verdadero es un paseo del deseoso. Goethe y Proust, hombres de inabarcable diversidad, no viajaron casi nunca. La imago fue su navío. Soy como ellos. No viajo. Por eso, resucito".

Durante los tres días que pasé conversando con él no le oí una sola frase lisa y llana, de ésas que impregnan el aire de las calles. Se quejaba, por ejemplo, de que a su edad no tenía derecho sino a un cuarto litro de leche al día. Para completar el litro debía apropiarse de la ración de su criada Baldomera. "Mi naturaleza humana se nutre de los inocentes que tienen ya un pie en el Hades", me dijo. "En este país fogoso sólo hay leche para los mayores de setenta y los menores de siete; cifras cabalísticas, enigmas deuteronómicos. Yo, como viejo de 58, salgo a roer la leche ajena, cual sierpe gongorina". Así hablaba Lezama. Alargaba las vocales, enrulándolas: su acento era intraducible, gongoriiinooo. García Márquez tenía razón: le brotaban lianas de la garganta y, sin advertirlo, cualquiera se perdía en esa selva verbal.

La imaginación de Lezama empezaba en la puerta de su casa de la calle Trocadero. Dos columnas torneadas flanqueaban la entrada de hierro y vidrio. A un lado y otro, sendos balcones se inclinaban sobre la vereda. Detrás del zaguán, en armarios cuyas vitrinas atraían un polvo insistente, Lezama exhibía sus tesoros: figurillas japonesas, dracmas griegos, distracciones de anticuarios. A un guerrero de jade que no medía más de un palmo, el poeta le asignaba cinco siglos. "Fue una ofrenda desechada por el shogun Yoshimasa en las postrimerías de la guerra de Onin", se enorgulleció. No le creí. Esa tarde, sin embargo, Virgilio Piñera confirmó que Lezama no exageraba: "Lo que te mostró no es de jade ni es tampoco un guerrero", dijo. "Es una de esas figuras que se vendían antes en los mercados, en la época de Batista. Los datos que te dio Lezama son falsos pero tienen asidero en la historia. Entre 1467 y 1476 hubo una guerra civil en Kyoto, conocida como la guerra de Onin. El árbitro de los combatientes era un shogun, Ashikaga Yoshimasa".

Resurrección y viaje

Lezama era católico, creía en la resurrección de la carne. Pero en La Habana oficialmente atea de 1968 no se atrevía a decirlo en alta voz. Fue bautizado la navidad de 1910 con los nombres de José María Andrés Fernando, a los cinco días de nacer. Se casó a los 54 años con María Luisa Bautista en la iglesia del Espíritu Santo, rodeado de morados y de encajes episcopales. "Me uní a ella", le escribió a su hermana Eloísa, exiliada en Miami, "por mandato de mamá, para enfrentarme a la soledad que me anegó después de su muerte".

Cuando lo vi en La Habana de 1969 suponía que en el más allá los muertos navegaban por largos mares de dicha: una felicidad interminable por cada breve pena. La resurrección era completa en el paraíso, como quería san Pablo. "Resucitaremos", me dijo Lezama, "con las vísceras, huesos y dientes perdidos en el camino". El cuerpo, enunciado por él, parecía un recodo del infinito: los hueesos, las arteriaas, los oojos.

Tenía razón el poeta. No necesitaba viajar, porque su vida fue siempre un ida y vuelta de la madre, Rosa Lima y Rosado, a la que tributaba devoción, sumisión, paciencia. Doña Rosa había muerto en 1965, tres años antes de mi llegada a La Habana, pero parecía no haberse ido de la casa. El poeta hablaba de ella en tiempo presente y, de a ratos, la reprendía por vivir tan pendiente del padre. "Le repito que deje de esperarlo a la hora de la comida", me dijo. "Pero no se equivoca cuando lo espera. Deja la silla libre para que él se siente y, cuando lo oímos llegar, conversamos con Padre como en los mitos pitagóricos. Siempre sentimos ella y yo el latido de su ausencia. Ahora los latidos son dos".

El padre, José María Lezama y Rodda, coronel de artillería, murió de una gripe arrolladora en 1919, cuando el poeta tenía 9 años. Desde entonces, los hijos y la madre lo invocaron de las maneras más raras. "Una tarde -contó Lezama- mi madre no puso a jugar a los yaquis, a mí, el varón único, y a mis dos hermanas". Los yaquis es un juego infantil que consiste en levantar pequeñas crucetas del suelo al compás de una pelota, y en irlas desparramando sobre el piso. "Esa tarde, las crucetas formaron al caer un dibujo que era la cara de nuestro padre. ¿Ves, Joseíto?, me dijo mamá. Tu padre el coronel está ordenando que cuentes la historia de la familia. Tú tienes que, tú vas a, tú debes. Así era ella, un nido de órdenes tiernas". Las amarguras aparecen, disimuladas, en el poema de 1942 que Lezama tituló "Llamado del deseoso": Deseoso es aquel que huye de su madre,/ Despedirse es cultivar un rocío para unirlo en la secularidad de la saliva./ La hondura del deseo no va por el secuestro del fruto./ Deseoso es dejar de ver a su madre. Lo que me dijo en 1968 tenía, en cambio, el acento de una elegía: "Ella es lo invisible que continúa trabajando sobre mí. Todo lo que hago le está dedicado. Su acento me acompaña en las noches cuando me duermo. Al despertar en las mañanas, oigo su voz de criolla fina que repite: Escribe, Josesito, no dejes de escribir".

Cumplió al pie de la letra todos los mandatos familiares. Se doctoró en Derecho Civil a fines de 1939, abrió un bufete en el que nunca trabajó, fundó revistas que se volverían mitológicas como Verbum (1937), Espuela de Plata (1939-41) y la ejemplar Orígenes (1944-57), que despertaría la admiración de Victoria Ocampo. De esos días le han quedado pocos rastros: un diploma amarillo de abogado en el fondo de la casa, ejemplares viejos de revistas que vuelan por el patio "abrigándonos -como el poeta dijo- con su aroma a trigo fresco, a luz de tinta, a saludo de la mañana".

La publicación de Paradiso a fines de 1966 le cambió la vida. Lezama se consagró entonces a la tarea imposible de poner orden en el vértigo de lo que él llamaba su sistema poético y a la escritura de otra novela que no pudo terminar, Oppiano Licario, cuya primera versión se llamaba Inferno. En 1966 era uno de los seis vicepresidentes de la Unión de Artistas y Escritores de Cuba, uneac, y trabajaba -es un decir- como asesor del Centro de Investigaciones Literarias. Su primera novela fue editada por la uneac con una repercusión tan instantánea que casi en seguida fue reimpresa por Ediciones Era en México, por Alianza en Madrid y por De la Flor en Buenos Aires. Julio Cortázar la celebró con un extenso ensayo incluido en La vuelta al día en ochenta mundos, que circuló como una consigna de gloria en los agonizantes ´60s.

"Paradiso -escribió Cortázar- es una ceremonia, algo que preexiste a toda lectura con fines y modos literarios". Y la incorporó al club de grandes novelas secretas, junto a El hombre sin atributos de Robert Musil y La muerte de Virgilio de Hermann Broch. Mario Vargas Llosa, que defendía un arte de narrar situado en las antípodas de Paradiso, no vaciló sin embargo en compararla con Finnegans Wake de Joyce, Bouvard y Pecuchet de Flaubert y, otra vez, con la obra magna de Musil.

La eternidad parecía asegurada y así lo vivía, incrédulo, el propio Lezama. "Creo -me dijo- que Paradiso permitirá valorar con más justicia mis olvidadas obras anteriores. Para un poeta que ya ha cumplido sus días y sus ejercicios, el centro del paraíso es la novela. Me siento como esos reyes egipcios que acaban de morir y cuya partida es explicada por los cortesanos con una frase luminosa: El faraón se ha hundido en la línea del horizonte".

En la cueva de Polifemo

Quisiera regresar al mismo día de abril en la calle Trocadero, cuando lo conocí. La anciana Baldomera, en el patio, remienda un lienzo perfecto sin agujeros ni desgarros. María Luisa, la esposa, que hasta entonces nos ha seguido en silencio, me muestra el certificado de matrimonio religioso que la unió a Lezama en 1965, poco después de la muerte de Doña Rosa. Es una dama apacible, profesora jubilada de castellano, que parece bondadosa y dispuesta al sacrificio. Cuando se casaron, cuenta Lezama, visitaron la catedral, "cuyas curvas de piedra remedan el oleaje", la calle del Obispo, el café La lluvia de oro y la estatua de Fernando VII, con la nariz tronchada y los ojos libidinosos.

"Luego -sigue el poeta- María Luisa afrontó las anfractuosidades de esta cama. Vengan a verla. Es Polifemo, caracol torcido". No resistiéndose a la tentación de rimar otro endecasílabo, añade: "Caverna de murciélago aterido".

Veo la cama: es cóncava, los elásticos fueron vencidos hace ya mucho por un cuerpo de huevo pascual. Cualquiera pensaría que quien caiga en ella podría no levantarse. Pero María Luisa es ágil, delgada, un junco de cincuenta años que nada pide, nada dice. Alrededor de la cama hay altas columnas de libros y daguerrotipos. Desde un marco de nácar, Eloísa, la abuela del poeta, sonríe con malevolencia, cofia bordada y barbilla enhiesta; desde otro, de madera, un coronel de kepís -el padre- vigila con severidad el buen orden de la casa. Las fotos de la madre sonríen en casi todos los rincones. "Mamá", dice Lezama, "deja su luz en cada orilla. Vivo por mamá. Mi vida es esa muerta".

Entre los fantasmas familiares canta el óleo de un gallo que vaticina maldades. Si hay sombras en el cuarto, es porque los libros de poetas no dejan pasar la luz: T. S. Eliot, Mallarmé, René Char, Michaux y, por todas partes, Góngora; Góngora y Quevedo.

A hurtadillas, como escondiéndose, Lezama aspira el rocío de una ampolla de vidrio. Contiene Dyspne-Inhal y, si le faltara, el asma no lo dejaría respirar. Uno de los temas centrales de sus cartas a Cortázar es el Dyspne-Inhal. Ahora, de pie en la atmósfera asfixiante del dormitorio, el poeta recita el nombre de sus remedios como si fueran -él lo dice- estribillos etruscos: "Celestone, Ilosone, Raudaxin/ Himrod, fumigatorios, Nebulina".

Años después leí la descripción que Lezama hizo del Dyspne-Inhal: "No un atomizador, no te confundas, sino un nebulizador de cristal. Irriga levedad, rocío, diríase un suspiro que humedece las paredes del árbol bronquial y me dilata el aire como si en mí estuviera entrando la mañana".

Aquella misma tarde de 1968, aún perseguido por el concierto de sus bronquios, anoto en el cuaderno que he llevado conmigo: "Las volutas de la escritura de Lezama son las volutas de su respiración. Un lenguaje de rulos, doblado por infinitos desvíos, un lenguaje sinfónico, que se despliega como humo en los tubos de un órgano. Su lenguaje es el asma invadiendo la salud del castellano".

El poeta lleva tres días sin dormir. "Por el asma", me dice. "El médico supone que se debe a un fungus, una maleza sacrílega que flota en el aire. El asma llega hasta mí en dos ondas: primero, desaparece debajo del mar; luego, sube a los jaspes líquidos del gran acuario donde los peces desatan nieblas y en pendiente vagan". Reconozco el eco de otra voz en lo que dice y él se da cuenta en el acto. "Ya lo sabe. Canté la música de Góngora". "Góngora", repite. O más bien: "Goongoraa". Y sigue: "Yo también soy un pez. A falta de bronquios, respiro con branquias. Me consuelo pensando en la cofradía larga de asmáticos que me ha precedido: Séneca el primero; Proust, que fue de los últimos, moría tres veces cada amanecer para resucitar tres veces por la noche. Si alguien soy, soy el asma. A la disnea de la enfermedad he sumado la disnea de la inmovilidad. Carezco de otro carruaje que el de la imaginación, pero mis ruedas son rápidas: tienen ojos de lince. A todo he sobrevivido. Ahora me dispongo a sobrevivir también a la muerte".

Telón lento para un aria breve

Cuando la eternidad de Lezama Lima empezó -si acaso las eternidades empiezan- eran los tiempos de amor desenfrenado por la música de los Beatles y de amor desenfrenado, punto. Las parejas cantaban por la calle las canciones de Sgt Pepper , "With a Little Help From my Friends"y "Lucy in the Sky With Diamonds", se abrazaban y cantaban con una libertad que parecía inagotable. Cuba estaba entonces en el centro del mundo, pero también estaba fuera del mundo. Los escritores llegaban en oleadas desde todas partes a participar en los banquetes de la revolución.

En La Habana, la imagen del Che caído hacía pocos meses en Bolivia se multiplicaba en las plazas, en las esquinas, en los lienzos que atravesaban las calles. Había largas filas en los puestos que vendían helados Coppelia, y la revista Casa de las Américas -cuyo mentor era el poeta Roberto Fernández Retamar- se entregaba gratis a los viajeros en el aeropuerto. No había señales del conflicto que dos años más tarde desataría la detención del poeta Heberto Padilla y su posterior confesión staliniana, Fidel tampoco había lanzado sus denuestos contra "los intelectuales burgueses y agentes de la cia " que habían comido de su mano y denunciado luego sus censuras. Las aguas de la solidaridad con la revolución cubana se partieron y Lezama Lima quedó en el medio. El silencio cubrió entonces su obra como -él lo diría- "una sábana negra".

Los intelectuales disidentes estaban convirtiéndose en el hecho maldito de la revolución. Virgilio Piñera y José Rodríguez Feo -principal mecenas de la revista Orígenes- vivían enclaustrados, muertos de miedo, tratando de captar emisiones de Miami que les acercaran noticias del mundo. En su refugio de la calle Trocadero, Lezama seguía ajeno a todo. Apenas sobrepasaba los sesenta años, pero se sentía enfermo y sin ganas de nada.

Le escribí varias cartas desde entonces, pero jamás las contestó y nunca supe si le llegaron. Durante largo tiempo, y hasta que tuve la noticia de su muerte, ocho años después de nuestro encuentro en La Habana, quise conocer las oscuridades de su destino. Sólo tuve noticias de la acentuación de su asma y de su doloroso final cuando Margarita Sánchez, una de mis estudiantes de doctorado en la universidad de Rutgers, viajó a La Habana y se puso en contacto con el doctor José Luis Moreno del Toro, que había heredado la casa de la calle Trocadero.

Moreno le contó que, meses antes de morir, Lezama había engordado otros veinte kilos y apenas se movía. La atmósfera de su dormitorio, siempre irrespirable, se tornó más espesa cuando el poeta ordenó encender un sahumerio de polvos de Abisinia e instaló un vaporizador perpetuo de Dyspne-Inhal. Aabisiniaa, recitaba, alzando la garganta hacia el desvencijado techo. Y desde lo alto descendía un eco de fantasmas: Aabisiniaa.

Aunque la salud empeoraba velozmente, Lezama daba pretextos cada vez más imaginativos para que no lo internaran. Sobrevivió de milagro a una infección en los bronquios y a otra en las vías urinarias. Moreno del Toro le sugirió radiografías y ecografías. "Hoy me siento muy mal", decía el poeta. "Hagamos esos exámenes mañana". Y al día siguiente reclamaba que llevaran las máquinas de radiología a su casa. "En el hospital murieron mi padre y mi madre. No quiero ser yo también cordero de sacrificio. No iré, no iré. A la puerta de los hospitales está siempre anclada la nave de Proserpina".

El doctor Moreno lo visitaba todos los miércoles por la tarde, cuando el poeta devoraba su "desayuno nocturno". El 4 de agosto de 1976, un miércoles, le sorprendió que nadie lo atendiera cuando llamó a la puerta. Entró y vio a María Luisa en la penumbra del vestíbulo, bañada en llanto. "No sé qué hacer, doctor", dijo. "Joseíto tuvo fiebre toda la noche, y ahora la fiebre le ha subido a 39". Moreno imaginó una infección agravada, acaso una neumonía, y decidió esperar otra noche. Al amanecer del jueves, cuando regresó a la casa, Lezama dormía plácidamente. Se había negado a tomar líquidos para no desconcertar -como él decía- a los corpúsculos de Malpighi mientras estuvieran atareados en el filtrado renal. También rechazaba los antibióticos y sólo aceptaba tés caseros de pelo de choclo y de cepacaballo. Al mediodía, la fiebre volvió a remontar: 39,5, 40 grados.

"Estamos cerca de un desastre, María Luisa", se quejó Moreno. "No puede seguir sin antibióticos. Si se niega a la vía oral, habrá que dárselos de otra manera". El poeta se despertó invocando con terror a todos los "símbolos anunciadores de muerte. "Aléjenme de la casa del Hades", suplicaba. "No menten a Plutón. Pónganme lejos del pantano de Estigia". Moreno insistió en que fueran al hospital y se quedó a su lado hasta las tres de la mañana del sábado. Cuando el poeta se adormeció, vencido por la fiebre, le inyectó antibióticos en el brazo. Antes de que amaneciera corrió al hospital Calixto García, reservó un cuarto y ordenó que enviaran una ambulancia a primera hora.

De todos modos, Lezama no quería salir de la cama y nadie se atrevía a desplazarlo por la fuerza. El par de enfermeros que conducían la ambulancia quedaron amedrentados por la corpulencia de aquel rinoceronte que se inflaba sin que nadie supiera por qué. "Hoy no estoy para hospitales", dijo al amanecer del domingo 8. "Hoy no tengo intención de morir". Hacia el mediodía lo llamó por teléfono el presidente Osvaldo Dorticós. El poeta tuvo un ataque de tos mientras hablaba y le pasó la comunicación al doctor Moreno. "Que nadie se preocupe, doctor", dijo Dorticós. "Aquí resolveremos hasta la menor dificultad".

Quedaba poco por resolver, sin embargo. Al caer la tarde llegó a la casa Roberto Fernández Retamar, el hombre fuerte de la cultura cubana. "¿Tú también vienes a verme morir?", bromeó el poeta. "No pienso darles el gusto. Hasta Fidel imagina que ya he bajado a la mansión del Hades, pero estoy en Guanabacoa, bailando una rumba en cueros". La papada se le plegaba enorme sobre el pecho. Cada tanto, el poeta se la palpaba y repetía, con la voz entrecortada: Hinchado está el mulo, valerosa hinchazón/ que le lleva a caer hinchado en el abismo.

Cuando Retamar se marchó, Lezama trató de levantarse. Un desmayo fulminante lo derrumbó en la cama. El doctor Moreno se dio cuenta que ya no podía perder tiempo y que ésa era una oportunidad de providencia. La neumonía estrangulaba los pulmones del enfermo y le apagaba la vida. Los camilleros que montaban guardia intentaron llevarlo a la ambulancia pero fueron vencidos por el cuerpo descomunal del poeta. Los vecinos más fuertes del barrio acudieron a socorrerlos. Aun así, se les quedaba estancado a cada paso. Les cerraban el paso los muebles, las figuritas de porcelana, las torres de libros. Tuvieron que quitar las persianas del balcón y abrir un hueco en la mampostería porque el cuerpo afiebrado seguía hinchándose.

Antes de las seis de la tarde, Lezama despertó en una cama del hospital. Lo primero que hizo fue pedir que le llevaran un flan con crema. Apenas podía respirar y, por primera vez en la vida, una sola cucharada lo sació. Cuando el poeta Cintio Vitier entró en el cuarto para darle un abrazo, Lezama le dijo que los médicos exageraban lo que era "un simple catarrito". El doctor Moreno contó que ya estaba en agonía y no se daba cuenta. Las flemas aumentaban y le enrarecían la respiración. Tuvieron que entubarlo, inyectarle más antibióticos, ponerle broncodilatadores. La abnegada María Luisa lo tenía de las manos y lloraba tragándose las lágrimas. A las dos de la mañana del lunes 9 de abril le oyó decir, con el hilo de voz que le quedaba: "Ave María, me cubre la manta negra". Tenía los ojos muy abiertos, llenos de curiosidad por el mundo que dejaba. La eternidad que había empezado con Paradiso ahora también tenía un fin.

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